Por: Jon Lee Anderson
Publicado originalmente en THE NEW YORKER el 24 de Abril de 2014
Gabriel Garcia Marquez, quien falleció a los ochenta y siete años en su residencia en Ciudad de México, ha dejado con su partida un inmenso legado literario. Pocos autores han sido tan ampliamente traducidos y leídos por tanta gente en diversas culturas. “El nos enseñó una nueva forma de ver” aseguró Ian McEwan el viernes pasado.
Algo menos conocido por su legión de lectores, es su sentido sagaz del humor, una cualidad conocida en su natal Colombia como “mamar gallo” * (que significa en esencia bromear). Gabo, como era conocido por sus familiares y fanáticos en América Latina, era un maestro de la “mamadera de gallo”*. Esto vino a mi cabeza el día que murió, cuando Ariel Palacios, un amigo brasilero que vive en Buenos Aires envió una cadena de Gabismos, incluido mi favorito: “El día que la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culo” y hay muchos más de donde viene ese. Algunos son simples y sin sentido como: “He conspirado por la paz en Colombia desde antes de nacer”, u otros de una sola línea como “La vida es el mejor invento”.
La exageración fue un elemento clave en la aproximación creativa de Gabo hacia la vida, tanto en su escritura como en persona. El aseguraba por ejemplo que su novela “Del Amor y Otros Demonios” estaba inspirada por eventos de la vida real que él como reportero cubrió en Cartagena, Colombia en 1949: El descubrimiento que hicieron algunos obreros de la calavera de una joven con una cabellera rubia de 70 pies de longitud en una cripta del convento de Santa Clara. A el le gustaba contar la historia de cómo Fidel Castro una vez comió veintiséis bolas de helado en su presencia. La primera vez que lo contacté telefónicamente, con la esperanza de hacerle una entrevista para publicar su perfil en “The New Yorker” en 1999, el contestó personalmente el teléfono, cuando le dije mi nombre respondió “Anderson demonios!, te he estado buscando por todos lados desde hace tiempo, donde te has estado escondiendo?”.
Es un ejemplo clásico de la actitud de Gabo, aun no nos conocíamos y el ya había convertido nuestro encuentro en una gran historia. Una vez hacia uno de estos pronunciamientos, sin importar su veracidad, así era como los recordaba eternamente.
Cuando nos conocimos algunos días después en la oficinas de su agente literario en Barcelona me miro de arriba abajo para después preguntarme: “Que edad tienes?”, le dije “cuarenta y dos”, al escuchar esto dio un giro repentino hacia una de las asistentes de mediana edad y le dijo “Oíste eso?, cuarenta y dos, te imaginas tener esa edad de nuevo!!”, regresando su atención hacia mí, me dijo “Maravilloso, lo que daría yo por tener cuarenta y dos años”, eso también era clásico de Gabo: era calido, cercano, siempre buscaba sacudirse de su condición de celebridad para conversar contigo como iguales.
En Colombia, el presidente Juan Manuel Santos decretó tres días oficiales de luto por Gabo, y lo declaró “el mejor colombiano que haya vivido”, dudo que muchos colombianos estén en desacuerdo. Gabo de verdad era querido, para un país tan conocido por su violencia y el tráfico de drogas, su contribución fue apreciada, fue adorado por personas de todas las clases sociales, razas y edades. Desde que obtuvo el premio nobel de literatura en 1982, muchos colombianos se han referido a Gabo simplemente como “el nobel”, y con esto, cualquiera sabe de quién se trata.
A Gabo le encantaba conspirar, una de las razones detrás de su afecto y prolongada amistad con Fidel Castro, se debió a que Fidel, por supusetso, ha sido uno de los grandes conspiradores de la edad moderna. Con gran pasión, Gabo narraba su actuación como intermediario personal entre el líder cubano y Bill Clinton en charlas dirigidas a mejorar la relación entre sus países. Estaba orgulloso de haber sido objeto de tanta confianza, pero amaba por encima de todo lo demás, las confesiones en susurros, lo que sucedía detrás de bastidores, la conspiración alrededor de todo ese proceso.
Una vez Gabo decidía compartir su confianza, el lo hacía sin filtros, comenzamos una serie de conversaciones para el perfil que finalmente escribí sobre él, le pregunté una y otra vez sobre su fascinación vitalicia con el poder y los hombres poderosos como Fidel, tanto en su vida como en su obra literaria. Ante esto él se me acercaba desde su silla y me tocaba la rodilla para decir, “Esta bien, pero debes dejarme algo para mis memorias, te parece?” y de esta manera por supuesto, me enredaba, como hizo con tantos otros que se convirtieron en sus adoradores, haciéndome su co-conspirador.
A pesar de todos sus logros, Gabo, quién se describía a si mismo como “el hijo de un telegrafista de Aracataca”, un pueblo pobre en la costa Caribe de Colombia, no podía asimilar del todo su buena fortuna. El siempre le agradó compartirla con otros. En 2007, fui invitado a celebrar su octogésimo cumpleaños en Cartagena. Un día, en un salón privado de un restaurante que le gustaba, Gabo fue avistado por un grupo de mujeres jóvenes que estaban almorzando allí. Ellas estaban visiblemente emocionadas, señalando, saludando y sonriendo, al poco tiempo el maître d’ fue enviado a preguntar por ellas si Gabo las honraría con una fotografía. Gabo aceptó de inmediato, salió, y por cerca de diez minutos se perdió para nosotros mientras posaba para foto tras foto. Las mujeres lo abrazaron y lo besaron y la actitud de Gabo era como la de un hombre que se había ganado el premio al más bien parecido en una feria municipal.
Tuvimos muchas otras cenas como esa, junto con su esposa Mercedes, y muchos de sus amigos locales. Una noche terminamos en su casa para tomar un trago, construida junto al antiguo convento de Santa Clara, tiene vista sobre los tejados de piedra de la ciudad y hacia el mar Caribe. Al poco tiempo de llegar, Gabo me alejó del resto de los asistentes con una sonrisa de conspirador, como si fuera a compartir un secreto me llevo hacia la terraza, miramos juntos hacia afuera, era una tarde con algo de neblina, y un poco de arena se movía por acción del viento desde la playa a través de la avenida. Un joven solitario caminaba, el aire de la noche estaba tibio, gabo sacudía su cabeza mirando hacia el joven y me dijo: “yo solía caminar por ahí cuando era joven, y soñaba con algún día tener una casa aquí” puso su mano sobre mi hombro y me dijo: “y ahora la tengo, puedes creerlo?, yo aun no lo puedo creer”
Siempre fue un pavo real, a Gabo le gustaba vestirse bien, y para tristeza de mercedes, el insistía en seleccionar sus propias prendas. Ella solía llamarlo “trapoloco”. Su atuendo para esa noche en Cartagena era un Blazer a cuadros verdes y amarillos que, siendo optimistas, habría estado de moda a mediados de los 70s, era el tipo de cosas que uno podría haber visto en pistas de baile en los días que “Kung Fu Fighting” estaba liderando las listas de popularidad musical, sin embargo Gabo amaba esa chaqueta, y se sentía bien con ella.
La última vez que vi a Gabo fue el año pasado en su residencia en Ciudad de Mexico. Almorzamos junto con Mercedes y un amigo de ella. Como era usual Gabo se vistió para la ocasión en un traje a la medida sobrio pero elegante, de tres piezas gris y sus típicas botas de tacón cubano. (Gabo no fue un hombre de alta estatura).
Comimos, conversamos y nos tomamos una fotografía juntos, y luego, cuando llego el momento de despedirme, Gabo insistió en acompañarme caminando hacia donde me esperaba mi taxi, el conductor sonrió con estupor al darse cuenta de a quién estaba viendo, un jardinero que estaba cruzando la calle se levantó para saludar con su mano, Gabo le sonrío y saludó a todos, lo abracé para despedirme, “Cuando vuelves” preguntó, “Ojala pronto”, el sonrío, era lo que Gabo siempre decía.
Fotografía Camera Press/Sally Soames/Redux.
Para leer el articulo original en The New Yorker aquí.
*Para quienes lean el artículo original en inglés y conozcan el colombianismo «mamar gallo», pueden encontrar entretenida la traducción al inglés que usa el autor: «to suck rooster»
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